Para el sábado noche (LXVIII): Sesión continua, de José Luis Garci

17 marzo, 2018

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Una particularidad, no exclusiva pero sí característica del cine de José Luis Garci (1944), ha sido ofrecer espacio, valga la expresión, al escenario urbano donde acontecen sus relatos. Con ello no me refiero únicamente al paisaje que acompaña a los personajes durante la puesta de escena, sino a los insertos de ciudades, calles o descampados que se suman a esta por medio del montaje. Se trata de un aspecto que, aunque parece sacar al espectador de la acción, cuando no un mero añadido estético, sin embargo, sitúa con mayor precisión el microcosmos de los personajes en el interior de un macrocosmos más amplio (y abrumador).

De este modo, y como sucedía en El crack (Nickelodeon, 1981), Sesión continua (Nickelodeon, 1984) se abre con varios planos de la capital de España, que evidencian que la vida de y en la ciudad fluye de forma perpetua e incesante, indiferente a las preocupaciones de cada individuo que la habita. Una ciudad nocturna, mortecina y escéptica, aunque no necesariamente insensible. Puede no ser la idea más original del mundo, pero a mí siempre me ha resultado especialmente sugerente.

Pues bien, a ese paisaje que aprisiona unas veces, o se limita a ser contenedor otras, se añade un marco de referencia alternativo, pero igual de sustantivo, que es el cine. No en vano, Sesión continua se adscribe, ya desde su título, a ese pequeño pero atractivo género del cine dentro del cine. Lo confirman las fotografías de los distintos realizadores que desfilan al comienzo de la película y a los que va dedicada la misma.

Parte de ese paisaje urbano y ontológico es recorrido por Graciela, apodada la Mala (María Casanova), un personaje axial para el resto de los protagonistas, portador de otro mundo particular, esta vez, en el terreno de lo esotérico: Graciela es vidente y echadora de cartas; hasta se comenta que posee virtudes como sanadora.

Pues bien, sabedor de que una película se viste por los pies, esto es, que se construye principalmente por el guion, el productor, director y coguionista José Luis Garci, junto con su colaborador habitual Horacio Valcárcel (-), nos presenta a dos personas que profesan su amor al cine mientras elaboran el guion de una película.


Ellos son el escritor de cine y de teatro Federico Alcántara (Jesús Puente), y el guionista y director José Manuel Valera (Adolfo Marsillach). Su entusiasmo por el séptimo arte es vivido como una realidad alternativa, ante las insulseces, compromisos y obligaciones de la vida ordinaria. Como pueda ser, en palabras de José Manuel, la asistencia a la jodida boda de la hija de no sé quién. Abundando en ello, insiste en que paso de bodas, bautizos, comuniones y otros festejos sociales.

Para Federico y José Manuel, todo lo que queda fuera de los márgenes del cine se les escapa de las manos. Lo que incluye el matrimonio de Federico con Pilar (Encarna Paso), que hastiada de una existencia que la condena a vivir sola, una vez cumplida su misión de criar y educar a los niños, como ella misma recuerda, buscará refugio en otro ámbito igual de privado, el monacal, para que su vida no deje de tener algún significado en la madurez.

En efecto, Pilar no participa de la pasión y forma de vivir (o entender la vida) de su marido, no esforzándose la pareja en comprenderse el uno al otro, pues como se suele decir en el ámbito pugilístico, hace tiempo que ambos decidieron arrojar la toalla.

Federico y José Manuel trabajan para Balboa Films, una productora modesta pero eficiente, dirigida por Dionisio Balboa (el excelente José Bódalo), con lo que las apreciaciones de la ficción se irán entrecruzando con los acontecimientos cotidianos, que caracterizan el final de uno de los capítulos de la vida de los personajes.


Es el de Federico y José Manuel otro de esos matrimonios bien avenidos del cine (es decir, entre dos guionistas que se entienden), o al menos, mejor dispuesto que los reales, como queda dicho, ya que ambas vertientes se sitúan en dos niveles distintos de la realidad. En efecto, Federico y Pilar no se comunican; a diferencia de José Manuel, que lo hace en voz alta y de forma desenvuelta con su fallecido padre, como último asidero familiar (excepción hecha de su amistad con Graciela).

Por su parte, Dionisio Balboa no desea auspiciar experimentos de autor. En este sentido, todos los personajes están perfectamente delineados, y la espléndida encarnadura de los actores hace que estos sean accesibles y creíbles en todo momento. La defensa del cine de género clásico es manifiesta, lo que conlleva la irónica prevención de no gustar en exceso a los críticos, algo que, como comenta Dionisio, es el principio del fin.

Asimismo, como reza una de las anotaciones que José Manuel posee en su apartamento, a modo de recordatorio, el cine es un arte industrial. Es decir, no reñido con la calidad y la profundidad, ni con el gusto del público. Sus creaciones forman parte de un arte siempre atento a la humana necesidad de contar historias, pese a lo cual, José Manuel reconoce que, como parte del precio a pagar, en nuestras vidas ya no hay historias (las hay, aunque no las que él quisiera). Un afán que se traslada a la sencilla trama que pretende filmar, con una historia muy a ras de suelo, en torno a la relación de un ministro con una chica joven.

Entre tanto, Federico aguarda la representación teatral de una de sus piezas de juventud, puesta en escena por un altanero argentino (Pablo Hoyos), que convierte la obra en un recital entre existencialista y reivindicativo-social, para espanto de su creador.


El buen equipo técnico que acompaña a José Luis Garci en la elaboración de la película (que quedó a pocos votos de poder lograr un segundo Oscar), se completa, además de con Horacio Valcárcel, con la fotografía del veterano Manuel Rojas (1930-1995), el manejo de la cámara del operador Ricardo Navarrete (-), y el acompañamiento musical, siempre portador de una nostalgia jubilosa afín a Garci, del recientemente desaparecido Jesús Gluck (1941-2018). Una nostalgia que queda patente en la soledad de José Manuel en su apartamento.

Soledad repleta de libros, eso sí, y que le pronostica Graciela con el tarot, consciente de que, para poder crear, a veces es preciso sacrificar otros apartados de la vida, por doloroso que pueda resultar; y que, por lo tanto, se hace tan necesaria como inevitable cierta incomunicación con el exterior, cierta incomprensión por parte de los demás. Un aislamiento (solo de cara a quienes no comparten la misma afición), que manifiesta la incapacidad de poder relacionarse salvo a través del lenguaje -en esta ocasión- del cine. Personaje críptico pero radiante, la Mala le lee fragmentos de su propio guion a José Manuel en un determinado momento, con objeto de ayudarle a encarar las dificultades familiares. Como si, en última instancia, no existiera diferenciación entre la vida y dicho guion.

Además, como todo buen realizador, José Luis Garci sabe -y pone en práctica- eso de que lo que los rostros pueden transmitir, no es necesario subrayarlo con los diálogos. De este modo, palabras y pensamientos se reparten por igual argumental y visualmente. Valga como ejemplo de lo primero la excelente escena del garaje, previa al estreno de la película, y de lo segundo, los instantes en que Pilar transmite sus interiorizadas emociones a Graciela o a su poco receptivo marido.


De forma ineludible, Federico y José Manuel acaban más solos de lo que empezaron, pero también más abiertos a comprender todo lo que les ha sucedido hasta entonces; como si una fase de la vida diera paso a otra, y se reafirmara su compromiso personal y difícilmente transferible por las creaciones de la imaginación. Instalados en la ficción, a los personajes principales de Sesión continua les golpea la vida, en forma de aquello que se ha ido acumulando y no se ha resuelto con los años. Hasta que José Luis Garci constata de forma visual que ambos protagonistas ya se han convertido en unos peculiares intérpretes de ficción, cuando la imagen vira del color al blanco y negro. El blanco y negro del cine, no el de la vida.

Escrito por Javier Comino Aguilera




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